Frank – lectura en voz alta (libro de cuentos de terror en Monterrey)

¿Hace cuánto tiempo estás pensando en escribir tu propio libro de cuentos, relatos, reflexiones?

Es frustrante cuando llevas ya rato pensando que quieres escribir tu propio libro y simplemente no lo consigues. A veces te hace pensar que a lo mejor solo son sueños y que no eres tan buenx para esto de escribir como tú creías.

Puede que incluso estés pensando en abandonar la idea, porque por más que intentas, cuando parece que ahora sí es el momento de escribir. Lo intentas y otra vez te paralizas.

En el próximo post voy a compartir contigo una entrevista que le hice a un poeta, periodista, escritor que tiene varios libros publicados (y además es padre de familia, y además está terminando un posgrado). Para que veas de qué formas abordan otros profesionales de la escritura el asunto de escribir sus propios libros.

No es lo que te imaginas, no tiene que ser el suplicio que parece.

Si tienes ganas de ponerte a escribir ya, conoce 5 maneras para empezar a escribir un cuento y el proceso creativo para escribir una historia basada en una canción. Que fue como escribí Frank, este cuento de terror en Monterrey, basado en mi segundo single de música indie folk que estará disponible en Spotify y todas las plataformas digitales muy pronto.

Te paso a continuación el video por si quieres que te lea el cuento en voz alta y al final el texto por si prefieres leerlo

Espero que te guste 😉 Compártelo con amigues que les guste leer si te gustó y déjame un comentario.

Aquí puedes ver todos mis libros de cuentos y poemas publicados hasta ahora.


Frank (libro de cuentos de terror en Monterrey)

El reflejo de las llamas bailaba en los cristales como lenguas salidas de las profundidades del infierno.
Lorena, de pie frente a la ventana, se preguntaba a dónde tendrían que mudarse ahora.
Él se lo había prometido. Frank le prometió que ya no tendrían que correr, el día que ella con la maleta en la mano le dijo que se regresaba a casa de sus papás, porque las cosas ya no podían seguir así.

No había niños, ni siquiera perrijos o gatijos, que los mantuvieran juntos. Solo ese loco, extremo, dependiente amor que la había arrastrado más allá de todo lo bueno y aceptable en este mundo, y en cualquier otro.
—Ya no puedo con esto Frank. —le había dicho Lorena ese verano, cuando descubrió en la cochera de su nueva casa en San Jerónimo, escondidos bajo periódico y cajas de cartón, veinte galones de gasolina.

—Estoy cansada de esto, ya no puedo seguir así. Ya tuve suficiente. —le había dicho ella, temblando ante la idea de abandonar al único hombre en su vida que la había hecho sentir algo cercano a estar viva.

—No te vayas— le suplicó él, con esa voz que hacía algunos años, cuando lo conoció, la habían convencido de que ese tipo, evidentemente peligroso, era un ángel disfrazado de poeta.

—Todo va a cambiar —le había dicho él, desabrochándole la blusa, —te lo juro, voy a terminar mi próxima escultura y entonces verá la gente en esta cochina ciudad de verdad quién soy. Todo va a ser diferente Lorena, mi primo ya me contactó con el dueño de una galería en La Fama, donde sí entienden de buen arte. Están que se mueren por montar mi próxima exposición —siguió, rozando con los pulgares los pezones de ella. —Termino con esto y tendremos un hijo, y nos largaremos del país de una vez por todas.

—Estás pero bien pendeja si le crees —se dijo Lorena, tratando de no sucumbir ante sus manos de excelso artista, que definitivamente sí tenía. —¿Cuántas veces no te ha dicho lo mismo?—.

—Sabes que tengo el talento Lorena, con una pieza que venda nos regresamos a Europa. A la chingada con todos. —dijo Frank, tomándola en sus brazos, besándole los párpados, acariciándole el cabello.

Si todo podía estar tan bien, si tenían todo para una vida feliz, ¿por qué eran así las cosas?

—Sabes que no soy nada sin ti Lorena, te necesito. —dijo Frank, y hundió la cabeza entre los pechos de su esposa.


A la semana de haber descubierto la gasolina, Lorena se asomó de nuevo a la cochera, solo para estar segura. Para su alivio, los botes ya no estaban. Frank los debía haber movido en la noche. Quién sabe, ella prefirió no preguntar. Simplemente se dio por satisfecha que ya no estuvieran. Con Frank todo era mejor así, que pasara lo que tenía que pasar, sin preguntar.

Lo de la exposición resultó ser verdad.

Ella temía que Frank ya no sintiera “eso” que necesitaba para hacer el gran arte del que era capaz, mientras estuvieran ahí encerrados de vuelta en Monterrey. Pero él acondicionó la amplia sala de su nueva casa a modo de estudio, y se puso a trabajar.

Se pasaba ahí casi todo el día y gran parte de la noche, colocando una sobre otra plastas de cartón, papel y engrudo. Poco a poco, fue cobrando forma su nueva obra, una bestia mitológica; mitad alebrije mitad deidad cósmica de otra dimensión. Engendro de esa fantasmagórica y aterradora imaginación que lo perseguía en la vigilia, y en cada segundo de sueño. Convirtiendo el simple acto de dormir en una actividad aterradora, casi insoportable.

Lorena sabía lo de las drogas.

Frank nunca dejaba rastros por ningún lado. Esa era su manera de ser “un caballero” para con ella. Borrar los rastros de su propia mísera decadencia, y plasmarlos mejor en los monstruos que fascinaban, a la superflua y fácilmente apantallable sociedad intelectual de Monterrey, que gustosa compraba cada escultura, cada cuadro, cada mierda que saliera de su volátil, impredecible imaginación.

Contrario a la creencia popular, les estaría yendo bastante bien con su arte, si no tuvieran que estarse mudando a cada pinche rato. Quizás el japonés ese gringo de los libros para hacerse millonario, se había hecho rico comprando y vendiendo casas. Pero ellos nunca tenían tiempo para arreglar sus casas, y venderlas a un mejor precio. Al contrario, siempre las dejaban hechas un desastre. Sus despojos una mina para que se enriquecieran todos a costa de ellos.

Tampoco les hacía falta el dinero, pero Lorena no había nacido rica. Tanto desperdicio la angustiaba. Sí por el dinero, pero más por lo que fueran a pensar.
Sabían que el esposo era “artista”. También sabían que era bastante peculiar, excéntrico incluso. Pero una rápida mención, como quien no quiere la cosa, de los viñedos que poseía su familia en Baja California y en Coahuila, bastaba para aceptar la profesión artística del marido, y zanjaban el asunto, que para ellos el dinero no era ningún problema.

También por eso, hasta entonces nunca habían tenido más que algunos cuantos roces con la policía. Luego de quince mudanzas en menos de dos años, Lorena estaba sorprendida de no haber tenido que aguantar nada más que algunos:

“No es por molestarla señora, ¿está el señor? Nada más para hacerle unas preguntas. No tiene que venir con nosotros ni nada. Ay disculpe la molestia. Nomás para llenar nuestro reporte, una disculpa de verdad. Es que luego nos regañan a nosotros señora, solo para que firme aquí el señor que sí testificó. Usted puede firmar por él si quiere, por si él está muy ocupado. Sí muchas gracias señora, en serio. Una disculpa.

Si la policía no estaba pendeja, obvio. ¿Quién se iba a meter con el sobrino ahijado del gobernador?
Pero ay nomás que la familia perdiera la gobernatura, o que el pendejo del nuevo presidente se pusiera sus moños, como el otro que se echó a los cárteles encima. Entonces quizás podría haber problemas.

Quizás, quizás, quizás…

Pero con dinero baila el perro, esa era la máxima verdad desde que la gente era gente y el dinero dinero. En Monterrey, y en toda la república mexicana.

Por otro lado, también era verdad que en todo el estado de Nuevo León, las únicas personas que la gente podía ver arder, sin mayor remordimiento, era a los homosexuales y a las que abortan.
Lo malo es que en eso, Frank no tenía ningún tipo de prejuicios. Él no discriminaba. Y casi no había de ese tipo de gente en los vecindarios a donde se mudaban. No, a donde ellos iban, vivía pura familia decente, con perros y gatos y niños. A veces hasta la anciana madre y la hermana soltera. El paquete completo.

Ella y Frank nunca hablaban de eso. Había temas que Frank simplemente no iba a tolerar. Nunca le había pegado. Pero una mínima mención del asunto que los obligaba a mudarse a cada rato, cualquier tipo de indirecta, un discreto “ver a alguien” o “preguntar a un especialista” bastaban para encender ese genio incontrolable, como un incendio forestal. Y a Frank no le importaba lo que fuera a decir la gente.
—Que se vayan bien pinche a la chingada, pinche gente.

Al principio, que lo empezó a conocer, ésa era una de las máximas cualidades que a Lorena le habían gustado de él. Frank no era el típico borracho mirrey, que se gastaba 10mil pesos por noche para apantallar a las putas de Centrito. A él ni le gustaba ir a Centrito. Sólo se dejaba arrastrar a esos lugares de vez en cuando por sus primos, porque
Tienes que dejar que te vean de vez en cuando cabrón. ¡No seas pendejo! ¿Sino quién te va a comprar esas mariconadas que haces, eh?

Suerte para Lorena, o eso pensó ella entonces. Porque en una de esas salidas fue que lo conoció. Cuando ella misma se ponía bonita como sus amigas desde el colegio, la falda corta y la lengua larga, para ver a qué hijo de empresario se pescaba.

Al principio, a Lorena solo le gustó Frank porque tenía los ojos de color. Luego viéndolo más en plano general, también le gustó porque tenía rasgos sutiles, medio andróginos. Seguro que con esos genes saldrían niños muy bonitos. Además, era el único, de toda esa bola de hombres con los que estaba, sin panza chelera y vozarrón de ranchero fresa.

Ni tuvo que hablarle para enamorarse de él. Cuando le preguntó a su amiga la española, que llevaba en la mente un informe detallado de toda la gente que valiera la pena conocer, en todos los antros a donde valiera la pena ir; quién era ése, el flaquito de ojos claros. Su amiga no tardó ni un segundo en advertirle:
—Ah, ese es Frank Lankenau de la Garza Arrebolledo Jr., ni te le acerques amiga, osea, su familia sí tiene un vergo. Pero él es “artista” y es bien raro. No te lo recomiendo —le dijo su amiga, ya bien peda.


Su noviazgo duró tres años, pero esa misma noche que lo conoció, ella se fue con él a su depa en La Capital, y se mudó con él a la semana siguiente. A ella, La Capital se le hacía un lugar bien, le daba flojera que en el círculo de él, nadie entendía por qué prefería vivir ahí entre los pobres, pudiendo vivir en Torres Magma, o en cualquier otro lugar más cercano a la civilización. En eso los dos estaban de acuerdo. Que se jodieran, pinche gente.


Uno pensaría que tres años de novios, viviendo juntos y todo, deberían ser suficientes para conocer a una persona. Quizás en teoría sí, pero Lorena era una señorita bien educada, y nunca miraba donde no le correspondía. Además, como el depa donde vivían estaba chiquito, Frank tenía su estudio en otro lado, ahí mismo por el centro. Donde pasaba la mayor parte de su tiempo, porque el papá no iba a darles casa, si no se casaban por la iglesia.

Por eso cuando por fin se casaron. Las primeras cinco veces que se mudaron, luego de los incendios, Lorena se creyó el cuento que Frank le tenía fobia al fuego por un accidente que había tenido de chiquito, y que no estaba dispuesto a seguir viviendo en una colonia tan peligrosa, que de pronto estallaba en llamas y nadie sabía cómo.

Si no hubiera resultado tan pesado y trabajoso para Lorena empacar y desempacar, cada vez que se movían. Aunque tuviera trabajadores que lo hicieran por ella, igual, era una molestia estarse mudando a cada rato.
Si no fuera por eso, quizás a ella nunca se le hubiera hecho tan raro que su marido insistiera en irse cada vez que las llamas engullían, la nueva colonia a donde se habían mudado. Ella no era miedosa, y las llamas nunca afectaban su casa, solo la de los vecinos. Pero aún así, para ella, lo que dijera su marido. Y si él se quería ir, ella no tenía nada que decir al respecto.

Por fin, en 2008, cuando la guerra contra el narcotráfico trajo consigo una ola imparable de secuestros y balaceras a pleno medio día. El señor de la Garza, gran empresario y administrador en asuntos de gobierno, aunque nunca él mismo gobernador, decidió que el país no era lugar seguro para sus hijos y sus familias, y los mandó a todos al extranjero.

Lorena y Frank vivieron los siguientes cinco años entre Barcelona, Frankfurt, Amsterdam y Montparnasse, en París. Frank ocupado en hacer arte, y Lorena ocupada haciendo vida social, para asegurar las ventas del arte que él hacía.
Todo iba bien para ellos, la vida era buena. No tenían hijos, solo porque Frank no quería,
—Cuando me toque, quiero ser un buen padre Lorena. Estamos jóvenes, hay tiempo. Ahora lo más importante eres tú y mi arte, no estoy listo.

Lorena estaba encantada. Sí, Frank era extraño. Le ocultaba su afición a las drogas y de pronto tenía arranques de cólera que hacían temblar el piso. Pero en el mundo no hay hombre perfecto. Ella se contentaba con que él no fuera ni mujeriego, ni homosexual de clóset. Tampoco se emborrachaba en público, ni andaba por ahí derrochando su dinero. Simplemente era un hombre muy sensible, con muchas ideas, entregado a su trabajo, y ya.

La vida era buena, ojalá nada cambiara nunca. Ojalá que todo fuera siempre una cotidiana sucesión de hechos afortunados y predecibles. Lorena hubiera podido vivir, y morirse así, feliz.
No le gustó para nada cuando Frank le anunció que se volvían para Monterrey. ¿A qué? A nada, pero el padre de Frank había mandado llamar a todos sus hijos y en la vida hay que hacer “lo que el jefe diga”. Frank obedecía a su padre y Lorena, a su marido.


Cuando volvieron, has de cuenta que estaba todo muy normal, como si la vida nocturna en Barrio Antiguo de miércoles a domingo jamás hubiera existido. Como si nunca hubieran llegado hombres como sombras en la noche, a arrancar de sus casas a punta de pistola, a jóvenes que sus madres pasarían el resto de sus vidas buscando.
Aquí y allá quedaron huellas de la violencia que barrió con su garra cruel, la esperanza y la alegría de tantos corazones regiomontanos. Nada que a Lorena le incumbiera, más que para llenar el tiempo que se extendía interminable con la platica de sus tías y su madre cuando iba a visitarlas.
A ellas sí les alegraba que Lorena hubiera vuelto, como quizás alegraba a los cangrejos a punto de ser guisados, que ninguno de los otros se saliera de la holla. Si es que los cangrejos eran capaces de sentir emociones como la alegría, la envidia, y ese tipo de cosas.

En todo caso, Lorena pensó que estar de vuelta en esa fea, tensa y difícil ciudad, era una señal del cielo para ya por fin tener un hijo. Al menos eso la mantendría ocupada lo suficiente para no tener que ver a sus antiguas amistades, más que muy de vez en cuando. Todo con tal de asegurar el éxito profesional de su marido.

Ocupar la mente con todos estos planes e ideas, más la vida a gusto que había llevado los últimos años en el extranjero, la habían hecho olvidar casi por completo los extraños accidentes que habían ocurrido a su alrededor, antes de irse de Monterrey.

Nunca pasó nada como aquello el tiempo que vivieron fuera. Pero a los siete meses de haberse instalado en una casita mediana, muy bien distribuida, cerca de Plaza Cumbres, Lorena despertó de pronto una noche, sofocada por algo que al principio creyó que era un sueño. Hasta que notó la luz anaranjada que se colaba extraña por la ventana de su alcoba.
Frank, como de costumbre, no estaba a su lado, y Lorena se encaramó hacia la ventana cuando escuchó los gritos. Minutos después el aullido extraño de las sirenas de policía y el departamento de bomberos cortó el silencio, y Lorena se abalanzó sobre la ropa de día que había dejado como siempre dispuesta en una silla junto al clóset.

El vecindario estaba en llamas. Cinco casas más allá de la suya, el fuego devoraba sin piedad todo a su paso. Derretía el plástico, hacía estallar ventanas, consumía por igual plantas y animales. Murieron tres niños.

Lorena no era exactamente creyente, pero cargaba a todos lados con una cruz de madera fina que le había regalado su mamá, cuando se casó con Frank. Más por accesorio decorativo, y presión social, que por asuntos de fe.
Aún así, cuando Frank apareció muy tranquilo, casi alegre, ya que las ambulancias se hubieran llevado a los heridos y el cuerpo de los niños. Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando cruzó la mirada, con los bonitos ojos claros de su esposo, que ni siquiera se molestó en preguntar qué estaba pasando.
—Hubo un incendio horrible —dijo Lorena aún así. Apretando sin darse cuenta la cruz de madera con las manos, tan fuerte que le dolía. Lorena no era creyente como su madre, pero tenía cierto respeto por lo desconocido. Mientras dejaba que Frank la abrazara como para tranquilizarla, Lorena terminó de ampollarse la palma de las manos con la cruz. Preguntándose, insegura, que si en verdad existía el karma, o la justicia superior, ese pedazo de madera sería capaz de salvarla de un castigo divino.

Dos meses después se mudaron a un sector residencial por Las Puentes, en San Nicolás. Aunque la familia de Frank hubiera preferido tenerlo sano y salvo en San Pedro, él argumentaba que suficiente tenía con tener que estar en esa asfixiante ciudad, como para que además lo tuvieran encadenado a la vista de todos, como a un animal de circo. Siete meses después, se mudaron a un casa por El Obispado en Monterrey. Cinco meses después a Santa Rosa en Apodaca. Luego a Las Torres, a Cortijo, a Guadalupe, a Escobedo. Así, cada vez duraban menos en un sitio. A donde fueran los seguía el fuego como un perro faldero, hasta que llegaron a su nueva y amplia casa en San Jerónimo.


Antes de abandonar la carrera de letras para casarse con Frank, Lorena había leído en un libro para su clase de Literatura Contemporánea, que el infierno no existe como tal. Que el infierno está adentro, habitando en cada uno de nosotros. Cada vez que se mudaban, sin prisa, sin escándalo, a plena luz del día como si fueran gente normal. Lorena se acordaba de ese libro, y lamentaba no ser una persona un poco más curiosa como para investigar cómo se llamaba el autor o qué libro era, a ver si terminaba de leerlo.
Cuando llevó la clase en la universidad, apenas leyó unas páginas, le pareció muy complicado, y simplemente investigó en internet. Hizo su ensayo, lo entregó a tiempo y sacó cien, como en todas sus materias.

Pero la vida no es tan fácil como abrir y cerrar un libro. A veces la gente lo olvida.

Sobre todo la gente como Lorena que no tiene que salir al sopor insoportable de los días, en Monterrey, tan calientes que en verano los oficinistas andan siempre con una chamarra o saco, para cubrirse del frío congelador del aire acondicionado, en el interior de la oficina. Mientras los trabajadores, sudorosos morenos y malhumorados atiborran, más que con su cuerpo, con su aroma, el deficiente sistema de transporte urbano.

Lorena no era del tipo de gente que necesitara preocuparse por todo eso. Ella tenía peores cosas entre manos.

¿Qué pensaría la gente si alguien se enteraba de lo que hacía su esposo? Que estaba loco, claro, pero eso lo sabía todo el mundo. Después de todo hay que estar loco para ser artista. ¿Pero ella? Ella no era artista, ¿entonces por que cometía la locura de cubrir las huellas de ese loco que era su esposo? ¿De mirar para otro lado, sabiendo lo que hacía?

A Lorena le gustó su nueva casa en San Jerónimo, en las nuevas colonias privadas subiendo todo Anillo Periférico, pasando Raúl Rangel Frías. Grande, luminosa, bien cimentada sobre la ladera de la montaña.
Su casa se erguía como si dominara toda la ciudad. Lorena se imaginaba concibiendo a la nueva generación de empresarios de Monterrey en esa espaciosa terraza, como la reina que bien profundo en su corazón siempre había sentido que era. Esta vez, no iba a renunciar a todo aquello, solo por las compulsiones innombrables de su marido.

El numerito de irse con sus papás había servido para que Frank se deshiciera de la gasolina, y quizás también, probablemente para ya por fin engendrar un hijo. Durante las siguientes semanas, Frank se había entregado por completo a su trabajo con la escultura, y otras piezas pequeñas para su próxima exposición. Ya para esas alturas Lorena sabía que mientras Frank estuviera ocupado, quizás no había nada que temer. Pero cuando Frank empezaba a hacer ese tipo de cosas como drogarse entre semana a pleno medio día, como si ella ni cuenta se diera, quizás porque antes ni cuenta se daba. Bueno, digamos que la necesidad la había vuelto un poco más perceptiva. Tenía que hacer algo, o en unas semanas más, quizás solo días, Lorena estaría ya monitoreando los arreglos para una nueva mudanza. Y eso no estaba dispuesta a permitirlo.

Lorena no sabía si existía una vida después de la vida. Pero por todo lo que escuchaba de su madre, sus tías, y todos sus conocidos, que sí seguían con morboso espanto, las noticias de ese país monstruoso, corrupto y aterrador donde vivían, Lorena estaba casi convencida que eso del infierno era puro cuento para asustar a los ingenuos que van a misa.
Sabía que no faltaría quién la considerara tan chiflada como su esposo, si se le ocurría compartir con alguien sus preocupaciones, tan pragmáticas y egoístas. ¿Y qué si Frank tenía métodos poco ortodoxos para lidiar con el hastío de la vida? ¿Y qué si algunos cuantos tenían que morir? ¿Qué no era la muerte parte insalvable, fundamental incluso, de estar vivo?

Lo era, en eso estaban de acuerdo la gente de la iglesia y los científicos. Y cualquier persona sensata estaría de acuerdo también que “ser feliz”, durante este fatal recorrido, era un objetivo noble.
Así las cosas, ¿qué tenía de malo tratar de vivir feliz la vida de uno? Absolutamente nada. Lorena reflexionó que al final, su Frank era un buen hombre, porque nunca le había faltado en nada, trabajaba en lo suyo, y accionaba a su manera la mano invisible que permitía el correcto funcionamiento de la sociedad.
En la vida no había hombre perfecto, y la verdad, es que había locos peores en el mundo.

Lo malo es que la sociedad en general era ciega, incapaz de ver eso. Todo mundo puede idealizar a un muerto porque no está, pero ¿qué tal si algunas de esas personas que se morían, eran personas malas, o que serían malas en el futuro? Viéndolo así, Frank en realidad estaba prestando un servicio a la sociedad. Como un guardabosques que debe prender en llamas una parte del campo, para asegurar que sigan creciendo sanos los pinos.

Todo eso estaba muy bien. Gracias a su capacidad de raciocinio, Lorena se daba cuenta que en realidad no tenía nada de malo lo que hacía Frank, excepto que ahora las necesidades de él contrastaban con las suyas, y Lorena ya se había mudado demasiadas veces. Ya no más.

Frank se lo había prometido, pero con eso no era suficiente. Todo el mundo sabe que la promesa que un hombre le hace a una mujer, momentos antes de unirse a ella, es una promesa que nunca se va a cumplir. Y por primera vez en su vida, Lorena decidió actuar por sí misma.

Por eso se armó de valor una tarde, aprovechando que Frank miraba el partido en su gran plasma, el único pasatiempo seminormal que tenía. Lorena sabía que en realidad no estaba mirando el partido sino los colores y los pixeles que danzaban en la pantalla, fenomenales gracias a las gotitas que Frank a veces se ponía debajo de la lengua, o hasta en los ojos. Pero justo por eso le parecía una buena oportunidad. Frank nunca se ponía violento cuando se divertía.

—Frank —empezó Lorena, tratando de sonar firme, aunque por dentro estaba cagada de miedo.
—Frank podrías… —continuó, sin saber muy bien cómo decirlo. Él no la miraba, sus ojos perdidos en algún lugar muy adentro, muy profundo, en la pantalla.
—Frank, —volvió a empezar, pensando que quizás así debía sentirse una chica que tiene que decirle al novio que está embarazada, o un jovencito que necesita confesarle a sus papás que es homosexual. —Necesito… No te vayas a enojar conmigo Frank, porfavor, pero esta vez en serio me gusta aquí. En serio… es un hermoso lugar, podríamos tener a nuestros hijos aquí. Ya sé que no te gusta esta ciudad pero… si no podemos irnos por tu familia o lo que sea, de todos los lugares donde hemos estado, aquí me gusta Frank. Aquí me quiero quedar… ¿sí?

Sin girar el cuerpo o la cabeza, Frank dirigió sus ojos claros hacia ella.
—Esta vez en serio Frank —siguió ella. Ahora sí, este era el momento de la verdad. Tenía que decirlo.
—Frank, necesito que dejes de matar a los vecinos.

Frank parpadeó, como tratando de comprender el significado de aquello que su esposa acababa de pronunciar. Lorena casi podía ver los sonidos del lenguaje, activando como un engrane el significado de esos ruidos, en la mente de Frank, hasta que ese ruido hizo sentido. Entonces Frank sonrió, y Lorena sintió que su esposo la amaba y la comprendía. Que eran una de esas parejas modernas que pueden decirse todo sin tabúes, y se sintió profundamente agradecida de estar con ese hombre, que era su marido.

Se besaron e hicieron el amor, Frank fue más dulce que de costumbre, y más apasionado. Lorena estaba segura que si no habían hecho un hijo ya la vez anterior, esta vez vaya que sí, segurísimo.

Por eso tardó un rato en creer que no era un sueño, cuando esa misma noche que se había atrevido a hablarle de frente a su marido y este, sin palabras, parecía haberla comprendido. Lorena despertó, sola en la habitación, su rostro iluminado por las llamas más furiosas que jamás hubiera visto. Se acercó atónita a las puertas de cristal, preguntándose a dónde tendrían que mudarse ahora, preguntándose si quedaría algún lugar, a dónde mudarse ahora.

Lorena recordó la cruz de madera que le había regalado su madre cuando se casó, cuando allá, a sus pies, vio cómo todo el valle de Monterrey ardía, y Lorena casi excitada, seducida por la extraña sensación de que algo, muy adentro, parecido a la cordura, se rompía, se imaginó arrojándose a ese valle junto con la cruz. Para así ella también, de algún modo, hacerse partícipe del fuego.


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Espero te haya gustado este cuento, escríbeme en comentarios a continuación qué te pareció 🙂

Y si te interesa, te invito a leer esta entrevista que me hicieron para 15 Diario, si conocer más de mi trabajo literario.

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